En busca de las flores desconocidas de la península
El proyecto Flora Ibérica cataloga las más de 6.000 especies de plantas vasculares de España.
Un grupo de botánicos realiza una prospección en la sierra de Alcaparaín, en Málaga, cuando un becario se fija en una extraña planta que crece sobre las rocas. Es un arbusto que no sabe identificar, tampoco sus acompañantes más veteranos. El motivo es que no lo han visto nunca.
Más tarde comprobarán que se trata de Polygala webbiana y serán los primeros científicos que den cuenta de esta especie en Europa, puesto que se creía exclusiva del norte de África.
Parece una historia del siglo XVIII, propia de los primeros investigadores que se tomaron en serio la tarea de elaborar un inventario de especies vegetales –podríamos imaginar a José Celestino Mutis con su lupa, como en los antiguos billetes de 2.000 pesetas–, pero ocurrió hace menos de cuatro años y no es del todo infrecuente. Casi todos los países europeos tienen un catálogo de flora, pero España, junto con Grecia, es la excepción.
Aunque el Real Jardín Botánico de Madrid se fundó en 1755, la escasa tradición científica española y la falta de medios impidieron que se emprendiera una iniciativa de esta magnitud hasta la década de 1980. Tal vez, porque a la hora de repartir fondos «los de ciencias naturales siempre estamos al final de la cola», opina en declaraciones a EL ESPAÑOL Carlos Aedo, investigador del CSIC y coordinador de Flora Ibérica, un proyecto que lleva más de 30 años en marcha y aún tiene un largo camino por delante hasta completar su trabajo sobre las más de 6.000 especies de plantas vasculares –las que tienen vasos que transportan agua y nutrientes, la mayor parte de las especies vegetales– que hay en la península ibérica y Baleares.
La biodiversidad del sur
Aunque ya se han publicado 21 volúmenes de los 25 previstos, aún faltan 1.500 especies, «el equivalente a la flora completa del Reino Unido». Los países del sur de Europa son mucho más ricos en biodiversidad que los del norte, aunque no se acercan a las cifras de las zonas tropicales. En Ecuador, con menos de la mitad de la superficie de la península ibérica, se calcula que existen unas 15.000 especies, teniendo en cuenta que en esas latitudes los estudios son aún más escasos.
Incluso cuando se complete Flora Ibérica, en seis o siete años, el trabajo no habrá acabado. «Estos catálogos son como un diccionario, están vivos y hay que actualizarlos paulatinamente», señala Carlos Aedo. Por eso, Portugal, aunque ya realizó dos catálogos a lo largo del siglo XX, se unió a este proyecto liderado por el Real Jardín Botánico (CSIC) en el que participan científicos de 18 universidades españolas y portuguesas. La ingente cantidad de datos que producen se puede consultar en internet.
Un millar de especies amenazadas
Dos fines principales mueven a los investigadores a enfrentarse a esta gran carga de trabajo: la enseñanza y la preservación. Los estudios de impacto ambiental, ecológicos o de cambio climático necesitan datos precisos sobre diversidad vegetal, conocer la distribución de las plantas y su estado de conservación. Entre las más de 6.000 especies, alrededor de un millar sufre algún grado de amenaza, lo cual es especialmente grave en el caso de las endémicas, las que son propias y exclusivas de un lugar, que suman alrededor de una sexta parte del total.
Por otra parte, el mundo de hoy, lleno de viajeros, favorece la aparición de plantas invasoras, muchas veces introducidas por la jardinería. Los científicos no saben con seguridad si la planta hallada en la sierra malagueña procede de África o es que nadie había reparado en ella, pero esa primera hipótesis parece muy plausible en el caso de otra que pertenece a su mismo género, Polygala balansae, también una especie africana que apareció cerca de Almuñécar, y que sobrevive milagrosamente en la costa granadina acosada por la actividad agrícola.
Los herbarios
A pesar de estos ejemplos, un catálogo de plantas no se estudia precisamente a salto de mata, sino con un plan muy elaborado en el que los grupos de investigación se reparten los distintos taxones o familias de plantas. «Primero analizamos lo que se sabe de ellas y comprobamos sus rasgos característicos, acudiendo al material que tenemos en los herbarios», comenta Juan Antonio Devesa, investigador de la Universidad de Córdoba, en referencia a las colecciones de plantas secas.
La labor de muestreo en el campo es exhaustiva y va más allá del objetivo inicial, por lo que ofrece material nuevo que hay que estudiar, medir, describir y preparar para su almacenamiento.
Además de recopilar toda la información, es habitual hacer estudios de polen e incluso a veces se siembran las semillas para estudiar su desarrollo. ¿Hay alguna diferencia con respecto al material que conservan los herbarios desde hace décadas o siglos? «Los criterios y las herramientas cambian con el tiempo», apunta Devesa, que añade: «Además, nos podemos encontrar con que el primero que describió una planta la guardó con un nombre que no es el correcto». Sólo en los casos más necesarios se realizan estudios genéticos. «El ADN nos puede confirmar si estamos ante una especie nueva, es información complementaria a las observaciones morfológicas», asegura.
Cuando la respuesta está en el ADN
El pasado mes de diciembre, la revista Botanical Journal of the Linnean Society publicó un artículo en el que científicos de la Universidad de Salamanca describían una nueva especie. «Probablemente ha pasado desapercibida por su pequeño tamaño y porque suele encontrarse en cunetas de zonas áridas», apunta el investigador Santiago Andrés Sánchez. Pero no se trata de que la ciencia haya ignorado su existencia, sino de que se había englobado dentro de otra especie, Filago desertorum, que tiene una enorme distribución geográfica, desde Canarias hasta la India, pasando por todo el norte de África y Oriente Medio.
Ahora los estudios genéticos han confirmado lo que ya intuían los botánicos: los ejemplares del sureste de la península ibérica (aparece en Almería, Murcia y Alicante) y del norte de Marruecos constituyen en realidad una especie distinta. A sus descubridores, como padres de la criatura, les ha correspondido bautizarla y para ello han pensado en homenajear a uno de los impulsores del proyecto Flora Ibérica, Santiago Castroviejo, fallecido en 2009. En su honor, el próximo volumen recogerá la existencia de una planta llamada Filago castroviejoi.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!